Mientras Susana me cebaba mates, yo pensaba. Ese coso lleno de agua y palitos flotando estaba lejos de lo que yo conocía como mates, pero en ese momento no importaba. Estaba como el estúpido que mira a la gente mojarse del otro lado de la ventana del bar mientras llueve, y sonríe.
“Papá había muerto”, me decía a mí mismo, a la vez que llevaba a mi boca un pedacito de torta de limón. Hacía unas horas sus ojos brillaban más de lo normal, parecían de vidrio. Del mismo vidrio mojado ese, del bar. Y deliraba, quizá por la morfina que recorría su cuerpo encadenado por vías, plásticos y agujas. “¿Por qué somos tan pobres?” le decía a mi vieja. “Vamos a Gilbert, si es acá nomás”, mientras la miraba con los ojos como fijos, incrustados en los pozos de su cráneo. Estaba enfermo. Cáncer tenía el viejo. “Y vos, seguí fumando nomas”, me había dicho una noche, cuando volví a la habitación del hospital y tras de mí, el hedor del tabaco inundó el cuarto.
Hacía ya un par de horas lo habíamos enterrado. Realmente, si soy sincero, no lo enterramos. Lo metimos (yo llevaba el cajón, como queriendo retenerlo. O tal vez guardarlo para siempre y olvidar. O acostumbrarme a su ausencia, que en estos casos es casi lo mismo) en un hueco en la pared. Tierra no había. Cuestión es que dejamos ese cuerpo consumido que una vez había sido mi viejo, en un nicho, sin tierra. Pero decimos que lo enterramos, por costumbre supongo.
Pensaba en sus manos, todavía pienso. Siempre las había tenido finas, huesudas, como de palo. Pensaba en su voz, que ya no me acuerdo. El viejo murió a las siete de la mañana, en Buenos Aires. Estaba en terapia intensiva, lo habían llevado la noche anterior y yo había decidido no verlo otra vez así (ya tenía la imagen de la primera vez que estuvo allí), sino ir cuando hubiera salido. Mi vieja fue a reconocer el cuerpo a la morgue del hospital. ¿Qué había que reconocer? ¿Tendría ella que llamarlo a ver si respondía? ¿Por qué reafirmar la muerte de esa manera? Esa burocrática manera que tenemos de ver las cosas, de no dejarlas ir libremente. Hay que reconocer el cuerpo. Hay que velarlo. Hay que enterrarlo. Hay que llorarlo, y llorarlo bien, para demostrar que lo querías. Esa forma extraña a la que todos recurren: Llorar a un muerto durante horas, exponerlo ante todos y juntarse alrededor del cuerpo, ya frio, a dolerse uno desconsoladamente. ¿Para qué?
Cada uno de los que llegaban a la funeraria traía tras de sí un disfraz de tristeza. Ojo, muchos estaban tristes de verdad. Nadie se disfraza de nada cuando muere un ser querido, al menos eso quiero creer. Pero mucha gente asiste a la “ceremonia” por obligación, es verdad. Y sostengo que esos son los que vienen como en una procesión, más aun en pueblos chicos donde la voz se corre tan rápido… tan rápido que ni siquiera habíamos llegado nosotros de la odisea mortecina con el cuerpo, y ya había gente reunida en el lugar donde se llevaría a cabo el velorio. Esa gente que va porque conoce al muerto o a alguno de los parientes. Que cuando pasan por la puerta buscan a la viuda, a alguno de los hijos, o los hermanos y arrastran desde el piso, una pregunta un poco rara. “¿A qué hora fue?”. ¿Qué importa a qué hora una persona dejo de respirar? ¿Qué inquietud existencial puede resolver la respuesta? Nadie lo sabe, sin embargo lo preguntan. Y uno contesta “siete menos cuarto de la mañana”. Cómo si todos estuvieran apurados para que termine; o para medir en tiempo cuánto debe uno quedarse, con su disfraz en la espalda, llorando o hablando de lo bueno que era el muerto. Pero es así, como si alrededor del cuerpo, la presencia de la muerte congelara la razón y le diera a la hora fatal un sentido. Se crea alrededor del féretro un aura ritual, casi imperceptible. Sin embargo, ahí está la parca personificada, dando la nota mientras todos los vivos miramos, cómo si algo fuera a ocurrir.
Mientras la torta se deshacía en mi boca yo recordaba, tratando de que no se me cayeran las lágrimas. Ya había pasado un día desde que hubiéramos llevado el cuerpo de mi viejo desde Buenos Aires a Entre Ríos, fuimos de mañana y hacía frío (nada que ver al clima de la tarde, en la casa de Susana hacía calor. Pero a la mañana había hecho frío). Estábamos esperando al cura, que viniera a dar la misa, para poder ir a “enterrar” el cuerpo.
Los parientes habían llegado todos, los de la familia de mi vieja, y eran muchos. De parte de papá, sus únicos parientes, no habían podido ir o no habrán querido, no lo sé. Pero la sala estaba llena, muchos todavía lloraban. Paró un auto y salió el cura. Biblia bajo el brazo y gorra al estilo Sherlock en la cabeza. Atravesó el cura la puerta y el gentío se abrió. El párroco terminó su recorrido en una salita pequeña, contigua a aquella donde estábamos todos y pasados unos minutos, volvió a aparecer. Con el traje característico y la cara que tiene uno cuando va a decir adiós, pero no lo siente.
En voz baja, muy baja, comenzó la misa. Tal vez para no despertar al muerto, o no asustar más a los vivos. Toda la gente estaba de pie. “Parecen estatuitas de cera, ¿no?”, me había dicho Marisa, “mirá, todos tienen las manos a la altura del bajo vientre”. Yo no me había percatado, pero era verdad. Recordaba que todos, incluso yo, estábamos en casi la misma posición: de pie, las manos entrelazadas a la altura del ombligo, un poco más abajo (¿dónde judas perdió el poncho?), quietitos todos escuchando la Palabra, o el palabrerío del cura. Reparé en mi celular; el sonido estaba activado, así que puse el aparato en vibrador, y advertí a Mari que hiciera lo mismo. El silencio era absoluto, tanto que parecía atravesarte; solo se escuchaban los susurros del cura. No recuerdo qué estaba diciendo, pero la gente comenzó a repetir algo al unísono. Terminado el rezo coral, el silencio se adueñó otra vez del ambiente, del cura, el muerto y las estatuas.
Ya la misa estaba por terminar, solo el cura hablaba. Yo creía que iba a caer dormido, estaba muerto del sueño. Y ese momento un grito estremecedor salió de alguien de los de adelante; hasta la parca misma trastabilló del susto. Un hombre grandote atravesó la sala en dirección a la salida, mientras sostenía un celular en su mano tratando de apagar el tremendo sapucay que salía del teléfono. No había alcanzado a llegar a la puerta cuando después de más o menos cincuenta segundos de grito, empezó a sonar un acordeón entonando estridente los acordes de algún chamamé. El gordo alcanzó la salida, cerró la puerta y ya del otro lado emitió avergonzado “¡teléfono de mierda, la puta que te parió!”… Y una carcajada apagada surcó, de lado a lado, la sala velatoria.
Reí un poco, con el pedacito de torta todavía en la boca. Susana me miró y sonrió también. “Te acordaste del sapucay, ¿no?”
viernes, 14 de diciembre de 2012
Sapucai Correntino
Lo que sigue es un cuento que escribí para un concurso. Espero guste:
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